Nación y Moreno

Era de madrugada y llovía cuando el ómnibus nos dejó por primera vez en San Nicolás. Mi madre, mi hermana y yo descendimos en avenida Moreno y Mitre y caminamos una cuadra hacia el sur, hasta el bar Citex. No lo sabía entonces, pero ese bar sería, en los años posteriores, la nave en la que surcaría las noches de la juventud. Un edificio art decó que fue originalmente también hotel y tenía a un costado, sobre Moreno, una estación de servicio de la petrolera Citex que cuando llegamos ya no funcionaba. Ese fue el lugar donde charlábamos con mis amigos a la salida del cine Gran Rex (un monumento moderno recubierto de azulejitos verdes que hoy día es templo evangélico). También, el sitio de reunión a la salida de la confitería, de Highland o de Jethro y, por último, el café donde me encontré, ya al final de la secundaria, con algunos docentes que iban a dar clases de literatura al Normal —a tres cuadras por Nación hacia el sur— cuando ya empezaba a definir eso que entonces tenía el nombre de vocación. 






En la esquina de Nación y Moreno (o Savio: en Nación cambian los nombres de las calles que corren de norte a sur), donde hay hoy un supermercado, frente al bar Citex, hubo durante mucho tiempo un baldío con restos de una construcción. Pero en 1975-77, funcionaba algo así como un boliche o confitería que nunca llegué a conocer. Recuerdo haber pasado por ahí en el auto de mi padre y mirar desde el asiento de atrás a los jóvenes en sus pantalones Levi’s, riendo, entrenándose para entrar al baile. Y recuerdo que esa escena —quizás insignificante en sí misma, no así lo que evoca: la belleza de las alusiones, o algo cuya belleza es el acto mismo de insinuarse— me impresionaba como el espectáculo de una conspiración. Como si hubiera visto en aquella reunión, en ese terreno en ruinas, una trama con varios argumentos; el más sencillo, el que puede esbozarse casi como una moraleja: ahí estaban los nicoleños, extrayéndole fiesta a los días oscuros. Otro argumento: veía en esos jóvenes un modelo de aquél en quien quería convertirme. Y al mismo tiempo, veía el que no era. Y así. Pero veía también en esa esquina el primer paisaje que percibí de San Nicolás, que ahora recién se estaba volviendo familiar y enturbiaba la noche, la muchedumbre sin cara y la cosa anhelada de la fiesta, la juventud y los Levi’s. Una visión a través de un vidrio oscuro con la que acaricio cosas todavía por decirme. Lee, Wheel Jeans, Levi’s: unos 505, una campera gastada de jean y una camisa Polaris constituían el uniforme obligatorio de esos años. Según su sitio en Internet, Wrangler llegó a Argentina en 1977, tres años después de que comenzara a expandirse en Europa. Sin embargo, en 1979 nadie tenía un Wrangler en San Nicolás y cuando llevé los primeros desde Uruguay (David Fremd, dueño del vanguardista Jeans Center de Paysandú, me los había ofrecido como la gran novedad y compré, gracias a la generosidad de mi abuela Beba, unos vaqueros con la marquilla de cuero, una remera con cuello y escote en v de bordes tricolores, y una camisa blanca que hasta llegó a usar mi esposa), mis amigos observaron el dibujo de la doble v en los bolsillos y me cargaron: “¿Qué es, un Maverick al revés?”
En esa misma esquina, pero en 1983, asistí por primera vez a un acto peronista: pura curiosidad, con mis amigos Gustavo Ng, Fernando Demarco, Adolfo Vergara, Marcelo Suárez, Alfredo Marengo, entre otros, nos afeitamos la pelambre gorila (menos Alfredo, que no tenía pelos de gorila) y marchamos a ver a Carlos Saúl, que se reía allá adelante, recién salido de la cárcel y envuelto en un poncho de vicuña. Terminada la dictadura, no hizo falta más que caminar por las cuadras de siempre para encontrarnos con los íconos del folclore político argentino: unos bombos martillados en mangas de camisa, los retratos de Perón y de Evita que miraban hacia el norte y hacia el sur, los dedos en v, los “Viva Perón”.


Arriba: el excine Gran Rex, abajo: el local de Jeans Center en Avenida España, Paysandú.

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