Señas

Me ha pasado, en Buenos Aires por ejemplo, que un amigo se muda, o que visito por primera vez la casa de alguien, incluso en Rosario, sentir que había caminado antes por esa calle. Una esquina, un zaguán, el dibujo de una cuadra disparan un recuerdo impreciso. Como si otro yo me hiciera señas desde la vereda de enfrente. Señas vagas: bastan para despertar cierta nostalgia, pero son insuficientes para ponerla en marcha, para convocar su cosa más material, el cuerpo de un recuerdo, el olor de una mañana cenicienta de escuela como las que conocí en la infancia. Reconozco las señas, no mucho más. Reconozco una arquitectura del tránsito que vuelve más visible un recorrido: ese con el que de alguna manera percibo mi vida. Ver, como dice Pavese, es haber visto. Pero lo que suele pasarme es que el haber visto apenas empuja esto del ver, es decir: apenas si el ver por segunda vez cobra cuerpo. Las cosas pasaron: estuve ahí, vuelvo, pero debo encontrar todavía al sujeto de ese tránsito.
Sucede que la cualidad de esos lugares es inseparable de la experiencia y esa experiencia todavía está en el umbral, ni se agotó ni fue confinada al otro tiempo y lugar del pasado mítico. Lugares de paso porque en algún momento algo pasó por ellos: la vida de un amigo, en la que contemplé una intimidad, una cotidianidad, la construcción de una rutina hecha de fragmentos de la mía, en algo parecida y a la vez rotundamente distinta. Lugares en los que se produce una bifurcación y me enseñan el camino no tomado, lo no elegido de la elección, la moira griega que es también una figura del destino. Y es un destino que se elabora hacia atrás: mirando lo que no se hizo, con el recuerdo del momento en que se llegó tarde, como si se hiciera próximo un futuro que se había desvanecido en los años buenos.
Hasta los once años viví en Paysandú, donde nací. Las estampitas del catecismo que me ofrecieron mis padres eran los retratos de Lenin, Trotsky y los combatientes anónimos, encasquetados con un gorro ruso, los rostros carcomidos por la barba, la intemperie y el hambre y, sin embargo, la dichosa esperanza, la beatitud revolucionaria. Un día, cuando ya estábamos radicados en Argentina, mi madre, de visita en Uruguay, me llevó a visitar a un viejo compañero del Partido Socialista, acaso lo más parecido que tuvo mi madre a un maestro, un viejo debidamente proletario, culto, seductor, sensible, que me habló del arte de la radiestesia para encontrar agua subterránea con una rama en forma de horquilla, y me habló de espíritus, de cosas que están entre este y el otro mundo. Mi madre se excusó de algún modo, al decirme que su viejo maestro no había perdido la lucidez, pero que acaso los años, el desencanto de la política, esas cosas, habían afectado su percepción de la realidad: ahí estaba, frente a ese gurú del socialismo materno, sin poder sonsacarle una sola enseñanza en la que también creyera mi madre. De vuelta al orbe familiar de las ideas, el tránsito parecía haber trastocado las cosas de tal forma que ni siquiera podía atestiguar por ese mundo ido.
San Nicolás de los Arroyos, la ciudad a la que llegamos con mi familia en 1975, ese paraíso metalúrgico e industrial del norte bonaerense, en el límite histórico con “el interior” (término que siempre debe entrecomillarse), se parece, en la percepción familiar, a ese infierno pagano (“pagano” —más comillas— en el sentido de esa conversión social-positivista y laica con la que en Uruguay se catequizó a generaciones de progresistas) con el que mi madre se topó en la conversación de su antiguo gurú político. San Nicolás es, además del último fortín de lo bonaerense, territorio fértil para la magia y la superstición, pero sin el horizonte socialista.
Claro que todo eso yo no lo sabía cuando llegué, ni lo supe hasta largo tiempo después.
Saber, como saber, no sé mucho. Lo que pude tantear fue una frontera: una frontera temporal que se abre en los lugares y se manifiesta como un tránsito.

Ahora vuelvo a San Nicolás para ver a mis padres, para estar en la casa de la calle Chacabuco, en los setenta metros de patio —cuando llegamos a esa casa, en el 79, desmalecé el fondo, que era una jungla doméstica con caminos entre plantas esqueléticas de la altura de un gigante, hoy una patria cercana. Vuelvo para ver amigos. Mingo (Walter Álvarez) publicó hace cuatro años El vino nicoleño, en el que reseña los cien años de vitivinicultura de la ciudad: desde los inmigrantes italianos que se fabricaban su propio vino a fines del siglo XIX hasta las producción industrial que floreció en la década de 1940 y se mantuvo próspera hasta entrados los 60. Mingo nos ha enseñado a Fernando, a Gustavo y a mí el San Nicolás de los viñedos (la última vendimia se hizo en el 86: en las afueras había bodegas industriales cuyos galpones todavía se yerguen desfigurados por el desarrollo urbano o solitarios, como almacenes en desuso en un pobre paisaje semi-rural) y en ese entrar a un San Nicolás que ignoraba también me deslizo hacia una especie de pertenencia.
Sin embargo, lo que más me inquieta es algo que percibo como si fueran recuerdos ajenos de épocas felices: la frontera, o mejor la zona permeable de la frontera entre la dimensión histórica de San Nicolás y la dimensión biográfica. La ciudad puede ser un oráculo: en sus enigmas contemplo con sorpresa el pasado.

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